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Escuché la cinta en mi viejo y destartalado walkman Sony (con auto-reverse; ¿os acordáis de la alegría casi mágica ante esa función?), y en un abrir y cerrar de ojos volví a evadirme. Esta vez no subí volando al techo ni me alejé del dolor físico de lo que me estaba pasando, sino que llegué al interior de mí mismo. Como si estuviera helado y me hubiera metido debajo de un edredón megacaliente e hipnóticamente confortable, sobre uno de esos colchones de tres mil libras diseñados por la NASA. Jamás en mi vida había experimentado algo semejante.

Se trata de una pieza oscura; no cabe duda de que el comienzo es lúgubre, una especie de coral fúnebre, llena de solemnidad, pena y dolor resignado. Variación tras variación, su intensidad va aumentando y disminuyendo, se expande y se repliega sobre sí misma como un agujero negro musical, igual de desconcertante para la mente humana. Algunas de las variaciones están en tonalidad mayor, otras en menor. Algunas resultan audaces y agresivas, otras traslucen resignación y cansancio. Transmiten alternativamente heroísmo, desesperación, alegría, sensación de triunfo y de derrota. Logran que el tiempo se detenga, se acelere, retroceda. No supe qué coño estaba pasando, pero fui incapaz de moverme. Aquello fue como entrar en trance mediante uno de los trucos del mentalista Derren Brown mientras vas puesto de ketamina. La música logró tocar algo en mi interior. Esto me recuerda a esa frase de Lolita en la que ella le dice a Humbert que él ha desgarrado algo dentro de ella. Yo tenía algo destrozado en mí, pero esto lo arregló. Sin esfuerzo y al instante. Y supe, del mismo modo que supe en cuanto lo tuve en brazos que dejaría que me atropellara un autobús para salvar a mi hijo, que era aquello en lo que iba a consistir mi vida. Música y más música. La mía iba a ser una existencia dedicada a la música y al piano. Lo supe sin cuestionármelo, feliz, sin el dudoso lujo de poder elegir.

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