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Acepta lo que le pasa y vive todo lo bien y creativamente que puede. No para buscar oropeles ni recompensas, sino, según lo expresa él mismo, para honrar a Dios.

Así es el hombre del que estamos hablando. Roto de dolor, con una infancia de enfermedad, pobreza, acoso y muerte a sus espaldas, un tipo muy bebedor, pendenciero, aficionado a follarse a sus groupies y adicto al trabajo, a quien también le dio tiempo a ser bondadoso con sus alumnos, pagar las facturas y dejar un legado que queda completamente fuera del alcance de la mayoría de los seres humanos. Beethoven afirmó que Bach era el Dios inmortal de la armonía. Hasta Nina Simone reconoció que fue Bach quien le hizo dedicar su vida a la música. A solucionar su adicción a la heroína y el alcohol no la ayudó mucho, pero qué se le va a hacer.

Está claro que una persona así no podía ser emocionalmente normal. Le obsesionaban los números y las matemáticas de una forma que recuerda alarmantemente al trastorno obsesivocompulsivo. Convirtió el alfabeto en un código básico en el que a cada letra le corresponde un número (A, B y C equivalen a 1, 2, y 3, etcétera). BACH. B=2, A=1, C=3, H=8. Si lo sumamos, nos sale 14. Si le damos la vuelta, tenemos el 41. Y el 14 y el 41 aparecen continuamente en su obra: en el número de compases, en el número de notas de una frase. Son una secreta rúbrica musical situada en puntos esenciales de sus piezas. Es probable que esto le sirviese para sentir seguridad, de esa forma rara en que la sienten aquellos a los que les da por pulsar interruptores, contar y dar golpecitos de manera compulsiva. Cuando se hace bien.

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