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Solo hay dos cosas en la vida que tengo garantizadas: el amor que me inspira mi hijo y el amor que me inspira la música. Y (que entren ahora los violines de historia lacrimógena propios de Factor X) lo que apareció en mi existencia cuando tenía siete años fue la música.

Concretamente, la música clásica.

Más concretamente, Johann Sebastian Bach.

Si queréis conocer hasta el último detalle, su chacona para violín solista.

En re menor.

BWV 1004.

La versión para piano que transcribió Busoni. Ferruccio Dante Benvenuto Michelangelo Busoni.

Podría seguir así un ratito. Fechas, versiones grabadas, duración en minutos y segundos, portadas de CD, etcétera, etcétera. No es de extrañar que la música clásica sea tan propia de tarados. Una única pieza musical tiene docenas de datos insignificantes vinculados a ella, ninguno de los cuales tiene la menor importancia para nadie, al margen de mí y de los otros cuatro chalados del piano que están leyendo esto.

La cuestión es la siguiente: en la vida de cualquier persona hay un pequeño número de momentos tipo princesa Diana. Cosas que pasan, que nunca se olvidan y que tienen un impacto significativo en tu vida. Para algunos, es la primera vez que se acuestan con alguien (yo tenía dieciocho años la primera vez que estuve con una mujer, una prostituta llamada Sandy, australiana y buena, que me dejó ver porno mientras lo hacíamos en un semisótano, cerca de Baker Street, por cuarenta libras). A otros les pasa cuando se les muere el padre o la madre, al empezar un nuevo trabajo o con el nacimiento de un hijo.

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