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Llevamos en la mente un mecanismo incorporado que nos ayuda en estos temas: la disociación. El más grave y duradero de todos los síntomas del abuso sexual. La verdad es que funciona superbién. Todo empezó en el gimnasio, hace tantísimos años.

Él está dentro de mí, y me duele. Eso supone una tremenda conmoción a todos los niveles. Y sé que no está bien. No puede estarlo. De modo que salgo de mi cuerpo, floto por encima de él y subo al techo, desde el que me observo hasta que la situación me supera incluso desde ahí, y entonces me marcho volando del cuarto, atravieso las puertas cerradas y llego a un lugar seguro. Esa sensación fue inexplicablemente maravillosa. ¿Qué niño no quiere poder volar? Y notar que lo hace de forma completamente real. Yo estaba volando, a todos los efectos, de forma literal. Desprovisto de peso, independiente, libre. Siempre me pasaba y jamás me pregunté el motivo; agradecía sin más ese alivio temporal, esa experiencia, ese subidón gratuito.

Y desde entonces, como un perro de Pávlov, en cuanto un sentimiento o una situación amenazan con abrumarme, dejo de estar. Existo físicamente y funciono con el piloto automático (supongo), pero de forma consciente no hay nadie en el interior de mi mente. Se podría decir que «se me va la pinza». De niño esto era un desastre porque no lo podía controlar en absoluto, me pasaba todo el rato, e implicaba que me consideraran un chaval atontado, difícil, lerdo, completamente ido. Vivía instalado en la indefinición y siempre estaba ausente. Me mandaban a una tienda para hacer un recado y tardaba horas en volver. Cuando llegaba, me quedaba perplejo al ver el pánico y la preocupación que había causado. Daba la impresión de que el tiempo desaparecía, y yo acababa pasando el rato con algún desconocido con el que me había cruzado, o me iba a otro sitio totalmente distinto al que me quería dirigir.

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