Читать книгу Instrumental. Memorias de música, medicina y locura онлайн

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También están los tics. Los involuntarios gestos pequeños, y no tan pequeños, que me acompañan desde que comenzaron los abusos. Se me van los ojos, tengo espasmos en las cuerdas vocales, suelto gruñidos y chillidos sin querer y tengo que repetir el sonido hasta que me sale bien. Y, sin salirnos del espectro del trastorno obsesivo-compulsivo y del síndrome de Tourette, tengo que tocar las cosas de una manera determinada, marcar ciertos ritmos de forma impecable en mesas o paredes o piernas, pulsar los interruptores de la luz el número correcto de veces, etcétera.

Cuando estoy tocando en el escenario el tema se vuelve peligroso: si una parte de mi mano izquierda roza las teclas del piano, tengo que reproducir exactamente el mismo roce con la derecha. Tengo que hacerlo. Y enseguida, además. Lo cual no es algo en lo que me convenga estar pensando mientras trato de recordar las treinta mil notas de una sonata de Beethoven. También me veo obligado a olisquearme las manos en ciertos momentos mientras toco (una gran putada). Intento (sin lograrlo) presentar todo esto como un elemento del «temperamento artístico», para que la gente no se dé cuenta. También intento esperar a estar interpretando un fragmento muy sonoro para soltar un chillido y que el público no me oiga. Trato, improvisadamente, de cambiar la digitación que he pasado cientos de horas memorizando para poder doblar las manos hacia dentro y rozar el borde de las teclas, y de ese modo llevar a cabo esa peculiar manía. Y más vale que no vea un pelo en una tecla. En ese caso, tengo que sacar el tiempo necesario para quitarlo, en medio de la ejecución, y lograr que todo esté limpio. Son muchas cosas en que pensar, me da la impresión de que no controlo la situación en absoluto, y no existe una explicación satisfactoria que pueda convencer a los críticos si eso afecta de forma negativa a mi interpretación.

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