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Brahms lo expresó a la perfección en una carta que le envió a la mujer de Schumann: «En un pentagrama, para un instrumento pequeño, este hombre consigue crear un mundo entero compuesto por los pensamientos más profundos y los sentimientos más potentes. Si me hubiera imaginado capaz de crear, siquiera de idear esta pieza, estoy segurísimo de que los excesos de la emoción, de esa experiencia trascendental, me habrían hecho perder la razón».

Los abusos sexuales duraron casi cinco años. Cuando me fui de ese colegio, con diez años, me había transformado en un James 2.0. La versión autómata. Podía desempeñar el papel esperado, fingir empatía y responder a las preguntas con las respuestas adecuadas (casi siempre). Pero no sentía nada, ni se me pasaba por la cabeza que existiera la bondad (que es mi definición preferida de la alegría), me habían reseteado de fábrica para albergar una serie de configuraciones jodidas, y era un psicópata en miniatura, con todas las letras.

Pero sucedió algo que me produjo una conmoción en medio de todo aquello y que estoy convencido de que me salvó la vida, que me sigue acompañando en la actualidad y que lo hará mientras viva.

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