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Los impulsores del euro compartían la idea de que las ventajas de una moneda común eran la reducción de los costes de transacción y la ausencia de riesgo cambiario, de manera que se fomentaría la competencia a escala europea y se favorecería el crecimiento económico. Sin embargo, en el diseño del euro no se prestó atención a los requerimientos que señala la teoría de las Áreas Monetarias Óptimas (AMO). En particular, la necesidad de crear instrumentos o mecanismos de política económica que faciliten los ajustes y ayuden a la estabilización de la producción de una economía cuando esta se enfrente a desequilibrios que ya no se puedan abordar con las políticas tradicionales monetarias y cambiarias, que han sido cedidas a un órgano supranacional. En concreto, la teoría de las AMO señala que la viabilidad de una unión monetaria está supeditada a la existencia de transferencia de fondos entre estados, de manera que aquellos que se vean afectados adversamente por cualquier perturbación económica reciban ayuda suficiente mientras se realizan los ajustes necesarios. En la Unión Europea se supuso que bastaría con unas transferencias modestas y transitorias hacia los países y regiones menos favorecidos, o afectados adversamente por una perturbación asimétrica, para que el proyecto fuese viable. Sin embargo, la teoría de las AMO, y también la experiencia del comportamiento de las distintas regiones en el seno de un país, muestran que en ocasiones puede haber estados o regiones que para convivir con otros estados o regiones compartiendo una moneda común requieren de transferencias permanentes. Y esto nunca se contempló en el proyecto europeo. Se confiaba en que unos mercados de trabajo más flexibles y unas mayores facilidades para los flujos migratorios serían sustitutos suficientes de la pérdida del tipo de cambio para realizar los ajustes en momentos de crisis; en consecuencia, sería innecesaria la creación de un presupuesto redistributivo a escala de la Eurozona.

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