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Desde una óptica cualitativa, las últimas décadas encierran cambios importantes. Por un lado, las migraciones interiores parecen recobrarse en los últimos años, dejando atrás un periodo de dos decenios con una movilidad muy escasa. Detrás de esta recuperación se encuentra la desigual creación de empleo por regiones y su influencia, especialmente, sobre los procesos de inserción laboral de los jóvenes. Pero, por otro lado, el cambio más significativo se percibe en las corrientes migratorias exteriores. Para España, origen tradicional de corrientes de emigración, primero hacia la América hispana y después hacia la Europa comunitaria, la inversión del sentido de esos movimientos, pasando de emisor a receptor de importantes corrientes migratorias –de país de emigración a país de inmigración–, supuso un cambio de notable importancia en la década pasada, con indudables consecuencias para el futuro.
En la raíz de esta inversión de los flujos migratorios internacionales se encontraban básicamente dos tipos de factores. En primer lugar, concurrían los efectos de la libre circulación de personas en la Unión Europea y el gran atractivo que posee España como lugar de residencia, bien sea por motivos de trabajo o de jubilación. En segundo lugar, se produjo una importante presión inmigratoria procedente, sobre todo, de Marruecos, de Iberoamérica y del África Subsahariana, estimulada por las condiciones económicas, demográficas y sociopolíticas de esas áreas, que encontraron en España un punto de destino o una puerta de entrada hacia el continente europeo.