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En el mito, Lara (del griego laleo, hablar) perdió su identidad y su nombre. Por atreverse a hablar, Júpiter le arrancó la lengua y silenciada para siempre pasó a ser Tácita Muda, divinidad del silencio (Ovid. Fast. 2, 583-616). Hemos visto no pocos supuestos en los que sólo un cuerpo femenino roto y una vida intachable merecía la protección sin fisuras del Derecho ante agresiones físicas.

Hoy ya no existe la pudicitia como mecanismo de control demográfico, revestido en ocasiones con el manto poético de pureza y moralidad. Hemos avanzado y legislado sin cesar, a veces con gran acierto contra la violencia de género. Sin embargo, la violencia histórica contra las mujeres no quedó recluida en superadas ideas ancestrales, sino que se percibe también en la ineficacia de las leyes nuevas, cuando permanecen los presupuestos culturales y educacionales que fueron el sustrato de las leyes viejas. (Leges sine moribus vanae proficiunt, escribió Horacio).

Hemos dormido soñando con haber superado nuestro pasado histórico jurídico. Pero de pronto nos hemos despertado ya en algún lugar del avanzado presente y hemos descubierto, parafraseando a Augusto Monterroso, que el dinosaurio todavía estaba allí.

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