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Llegó a casa empapado en sudor. Como cada mañana que salía a correr, llegaba con muy buen ánimo.

Pese a su más de metro ochenta y cinco centímetros, no tenía problemas de articulaciones o dolores musculares. Se sentía vivo, y la ducha, después de ejercitar, era un elemento más para encontrar la vida muy placentera y gratificante.

El sábado había quedado a comer con Eugenia, su madre. Vivía en la antigua avenida Plaza de Toros, en Alcalá. Siempre que la visitaba le compraba un pequeño ramo de rosas y una caja de bombones. Era su particular forma de decir «te quiero» y expresarle que todo iba bien. Ese gesto parecía ir en consonancia con su estabilidad económica y laboral. Ella siempre fue quien llevaba los pantalones, desde que su marido saliese de casa de forma poco ortodoxa, llevándose a su hermano pequeño, hacía más de treinta años, por problemas de violencia machista. Guardaba imprecisos recuerdos de su padre, al que llegó a aborrecer. Sin embargo, fue él quien le inculcó el amor por la carrera de fondo, cuando en España aún no estaba muy en boga la práctica deportiva. Siempre le veía volver de correr por la calle, todo sudoroso y sonriente. Ese era el recuerdo más nítido que guardaba de su padre. Los otros, los de las voces o los de arrinconar a su madre en un pasillo, prefirió olvidarlos.

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