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Me resuenan las palabras de Alexander Lowen:

“Los papeles y juegos se desarrollan a menudo más sutilmente, como respuesta a las mudas exigencias y presiones de los padres. Las mascaras, fachadas y roles se estructuran en el cuerpo, porque el niño cree que esta actitud lo hará merecedor del amor y la aprobación parentales. Nuestros cuerpos son moldeados por las fuerzas sociales de la familia, que forman nuestro carácter y determinan nuestro sino… consciente en tratar de agradar para lograr amor y aprobación”. (Alexander Lowen, 1980).

El segundo sistema, que en el que crecí, fue el colegio. Desde mis cinco años que asistí a un colegio escocés cerrado, a donde íbamos sólo mujeres. Era un colegio relativamente pequeño, en donde egresaban veinte alumnas promedio, por camada. En mi caso, terminamos el secundario siendo un grupo de catorce chicas, y habíamos comenzado el secundario siendo veintiuno. ¿Qué sucedió? Quienes no se adaptaban al grupo, eran expulsadas socialmente, es decir, aquellas que no encajaban, o se mostraban diferentes, no tenían otra opción que hacer un cambio escolar. No existía el lugar para la discrepancia, para la diferencia, ni con los profesores, ni con las propias alumnas de cada clase. Si eras diferente, si no te clonabas con el resto, la invitación a irte era muy tentadora. Para mí, cambiarme de colegio nunca fue una opción, por lo que siempre busqué formar parte del grupo y amalgamarme con quienes hoy son mis amigas.

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