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Recorrer este camino de la mano de la mirada ontológica me ha ayudado a descubrir cómo es mi parada personal frente a la vida.

Mientras iba avanzando en este recorrido, la autoindagación era inevitable. ¿Qué implicaría dejar caer esa máscara de la adaptabilidad y empezar a dejar de lado esos comportamientos impostados? ¿Cuál sería el riesgo que corro por ser singular y auténtica? ¿Cómo puedo resignificar esa emocionalidad que habita la angustia, miedo y tristeza al sentirme dejada de lado? ¿Qué nuevos resultados obtendría parándome desde un nuevo ser genuino? ¿Cómo mirarme, auto percibirme o identificarme libre del grupo social o laboral del que formo parte?

El coaching ontológico me abrió dos caminos para resolver estos cuestionamientos. En primer lugar, el aprendizaje que yo no soy de donde pertenezco. Recuerdo una de las últimas sesiones de coaching que siguen haciendo eco al día de hoy. Fui invitada, a través de un ejercicio corporal, a poder entrar y salir de los grupos, sin perderme en ellos, sin fusionarme y perder mi propia forma. A permitirme abrazar a cada miembro, poner límites, y después sentirme recibida nuevamente. Hice el ejercicio una y otra vez. Mi cuerpo todavía recibe el calor de los abrazos luego de haber marcado mis límites, de haber dicho que “no”. Y ese abrazo me recibió entera. Y me soltó entera, no me perdí allí, como aquel hielo que se derrite y se mezcla con el agua. Tengo bordes firmes y puedo mantenerme en tierra. Soltar mi ser camaleónico que se esfuerza por adaptarse a cada entorno cambiando mi color original por el que creo que es el que mejor se adapta al ambiente que me rodea.

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