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No me es fácil soportar el dolor que provoca el miedo. Perturba, genera desconfianza, asusta, me pone en alerta y me sobresalta la ansiedad.
“Hoy, muchos se ven aquejados de miedos difusos: miedo a quedarse al margen, miedo a equivocarse, miedo a fallar, miedo a fracasar, miedo a no responder a las exigencias propias. Este miedo se intensifica a causa de una constante comparación con los demás”. (Byung-Chul Han, 2017).
Lowen describe: “Si tenemos miedo de ser, de vivir, podemos ocultar ese miedo aumentando nuestro hacer (…) y en la medida que ese miedo exista inconscientemente en el individuo, este último correrá más rápido y tendrá mas actividades, para no sentirlo.” (Alexander Lowen, 1980).
Y así actuaba yo. Haciendo. Salir de mi casa, colocándome la máscara del agrado, y recorriendo grupos que me dieran cobijo, amor y seguridad. La búsqueda sería inalcanzable, porque el miedo, hasta entonces, me pertenecía.
Para poder deshabitar esas áreas de dolor, mi ser creó una lógica inconsciente en mi mente: el rechazo y la soledad producen miedo. El miedo duele, incomoda. Para evitar sentir ese miedo, no debía ser rechazada. Agradar para sentirme segura. Pertenecer para evitar el temor. Dejar de lado mi ser auténtico y espontáneo, para darle lugar al ser que agrada, que es admirado por su impecabilidad, por su sonrisa. En palabras de Lowen: “Con las pérdida de auntenticidad, perdemos el sentido del ser y, en su lugar, se instala la imagen, que adquiere una importancia increible.” (Alexander Lowen, 1980).