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Luego, cuando digo: Su belleza llueve resplandores de fuego, recurro a tratar de su efecto; porque hablar de ella por entero no es posible; por donde se ha de saber que de todas aquellas cosas que vencen nuestro intelecto, de manera que no se puede ver lo que son, es muy conveniente tratar por sus efectos. Por donde hablando así podremos tener algún conocimiento de Dios, de sus sustancias separadas y de la primera materia. Y por eso digo que la belleza de aquélla llueve resplandores de fuego; es decir, ardimiento de amor y de caridad, animados de espíritu gentil, es decir, informado ardimiento de un espíritu gentil, o sea, recto deseo, por el cual y del cual se origina el buen pensamiento. Y no solamente hace esto, sino que deshace y destruye a su contrario, a saber: los vicios innatos, los cuales son principalmente enemigos de los buenos pensamientos.
Y aquí se ha de saber que hay ciertos vicios en el hombre para los cuales está predispuesto por naturaleza, del mismo modo que algunos están predispuestos a la ira por su complexión colérica; y estos vicios tales son innatos, es decir, connaturales. Otros son vicios consuetudinarios, en los cuales no tiene culpa la complexión, sino la costumbre; como lo es la intemperancia, y principalmente la del vino. Y estos vicios se huyen y reúnen por la buena costumbre, y hácese el hombre por ella virtuoso, sin costarle trabajo su moderación, como dice el filósofo en el segundo de la Ética. Verdaderamente hay esta diferencia entre las pasiones connaturales y las consuetudinarias, que las consuetudinarias desaparecen por entero con la buena costumbre; porque su principio, es decir, la mala costumbre, con su contrario se destruye; mas las connaturales, el principio de las cuales está en la naturaleza del apasionado, aunque se aligeran mucho con la buena costumbre, no desaparecen del todo, en cuanto al primer movimiento. Mas desaparecen del todo en cuanto a la duración, porque la costumbre es parangonable a la naturaleza, en la cual está el origen de aquélla. Y por eso es más de alabar el hombre que de mal natural se corrige y se gobierna contra el ímpetu de la naturaleza, que aquel de buen natural que se mantiene con buen gobierno, o, apartado de él, vuelve al camino recto; del mismo modo que es más de alabar el guiar un mal caballo que otro dócil. Digo, pues, que estos resplandores que de su beldad llueven, como se ha dicho, destruyen los vicios innatos, es decir, connaturales, para dar a entender que su belleza tiene poder bastante para renovar el natural de quienes la miran, lo cual es cosa milagrosa. Y esto confirma lo que se ha dicho más arriba en el otro capítulo, cuando digo que ello ayuda nuestra fe.