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Isabel era tan vanidosa como su padre. Durante trece años fue la señora de Kellynch Hall, presidiendo y dirigiendo todo con un dominio de sí misma y una decisión que no parecían propias de su edad. Por trece años hizo los honores de la casa, aplicó las leyes domésticas, ocupó el lugar de preferencia en la carroza y fue inmediatamente detrás de Lady Russell en todos los salones y comedores de la comarca. Los hielos de trece inviernos sucesivos la vieron presidir todos los bailes importantes celebrados en la reducida vecindad y trece primaveras abrieron sus capullos mientras ella viajaba a Londres con el fin de disfrutar año tras año con su padre, por unas cuantas semanas, de los placeres del gran mundo. Isabel recordaba todo esto, y la conciencia de tener veintinueve años le despertaba algunas inquietudes y recelos. La complacía verse aún tan guapa como siempre, pero sentía que se le aproximaban los años peligrosos, y se habría alegrado de tener la seguridad de que dentro de uno o dos años sería solicitada por un joven de sangre noble. Sólo así habría podido hojear de nuevo el libro de los libros con el mismo gozo que en sus años tempranos; pero a la sazón no le hacía gracia. Eso de tener siempre presente la fecha de su nacimiento sin acariciar otro, proyecto de matrimonio que el de su hermana menor, le hacía mirar el libro como un tormento; y más de una vez, cuando su padre lo dejaba abierto encima de la mesa, junto a ella, lo había cerrado con ojos severos y lo había empujado lejos de sí.

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