Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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—Ya está perfectamente. En cuanto se toma cinco o seis cócteles se pone siempre a gritar de esa forma. Le he dicho que debería dejarlo.

—Lo he dejado —afirmó la acusada con voz cavernosa.

—La hemos oído gritar, así que le dije al doctor Civet, aquí presente: «Hay alguien que necesita su ayuda, doctor».

—Y ella le está muy agradecida, estoy segura —dijo otra de las amigas, sin la menor gratitud—, pero usted le ha mojado todo el vestido cuando le ha metido la cabeza en el estanque.

—Si hay algo que no soporto es meter la cabeza en un estanque —musitó miss Baedeker—. Estuvieron a punto de ahogarme en Nueva Jersey.

—Ya ve que debería dejarlo —replicó el doctor Civet.

—¡Mira quién habla! —gritó con violencia miss Baedeker—. ¡Le tiemblan las manos! ¡Nunca dejaría que usted me operara!

Así estaba la cosa. Casi lo último que recuerdo es que fui con Daisy a mirar al director de cine y a su estrella. Seguían bajo el ciruelo blanco y entre sus caras, que se rozaban, sólo había un rayo de luna pálido y delgadísimo. Se me ocurrió que el director se había ido inclinando muy despacio sobre la estrella toda la noche hasta alcanzar esta proximidad, y entonces, mientras los miraba, vi que descendía un último grado y la besaba en la mejilla.

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