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—Y ella no lo entiende —dijo Gatsby—. Antes lo entendía todo. Pasábamos horas y horas…

Se interrumpió y empezó a pasear, arriba y abajo, por un sendero desolado de cáscaras de fruta, favores negados y flores aplastadas.

—Yo no le pediría demasiado —me atreví a decirle—. No podemos repetir el pasado.

—¿No podemos repetir el pasado? —exclamó, incrédulo—. ¡Claro que podemos!

Miró a todas partes, frenético, como si el pasado se escondiera entre las sombras de la casa, casi al alcance de la mano.

—Voy a devolver cada cosa a su sitio, tal como estaba antes —dijo, y asintió con la cabeza, muy decidido—. Daisy lo verá.

Habló mucho del pasado, y llegué a la conclusión de que quería recuperar algo, cierta idea de sí mismo, quizá, que dependía de su amor a Daisy. Había llevado desde entonces una vida confusa y desordenada, pero si podía volver al punto de partida y revisarlo todo despacio, descubriría qué era lo que buscaba.

… Una noche de otoño, cinco años antes, paseaban por la calle, y caían las hojas, y llegaron a un sitio donde no había árboles y la acera era blanca a la luz de la luna. Se pararon allí y se miraron. Ya hacía frío y la noche tenía esa emoción misteriosa que se siente en los cambios de estación. Las luces silenciosas de las casas vibraban en la oscuridad y había un temblor, una agitación entre las estrellas. De reojo vio Gatsby que los adoquines de la acera formaban un camino que se elevaba hasta un lugar secreto, más allá de las copas de los árboles. Si subía solo, lo subiría, y una vez arriba podría mamar de la ubre de la vida, tragar la leche incomparable de la maravilla.

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