Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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—Sí. Sí. Voy a ver.

Colgó y se acercó a nosotros, brillando de sudor, para coger nuestros sombreros de paja.

—¡Madame les espera en el salón! —gritó y, sin necesidad, nos señaló el camino.

Con aquel calor cada gesto superfluo era una ofensa contra las normales reservas de vida.

La habitación, a la sombra de los toldos, era oscura y fresca. Daisy y Jordan estaban echadas en un sofá enorme, como ídolos de plata que con su peso sujetaran sus vestidos blancos frente a la brisa cantarina de los ventiladores.

—No podemos movernos —dijeron al unísono.

Los dedos de Jordan, con polvos blanqueadores sobre el bronceado, descansaron un momento en los míos.

—¿Y mister Tom Buchanan, el atleta? —pregunté.

Simultáneamente oí la voz de Tom, malhumorada, apagada, ronca, en el teléfono del vestíbulo.

Gatsby, de pie en el centro de la alfombra carmesí, miraba todo con ojos fascinados. Daisy, observándolo, se rio, con su risa dulce y excitante: una ráfaga mínima de polvos rosa se alzó de su pecho.

—Corre el rumor —murmuró Jordan— de que la que está al teléfono es la chica de Tom.

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