Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн
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—¿Quién quiere ir a la ciudad? —preguntó Daisy insistentemente. La mirada de Gatsby voló hacia ella—. Ah —exclamó Daisy—, parece que no tienes calor.
Sus ojos se encontraron y los dos se miraron, solos en el espacio. Con esfuerzo, Daisy bajó la vista hacia la mesa.
—Parece que nunca tienes calor —repitió.
Le había dicho que lo quería, y Tom Buchanan lo vio. Estaba atónito. Se le entreabrió la boca, y miró a Gatsby, y luego a Daisy, como si acabara de reconocer a una amiga de hacía mucho tiempo.
—Te pareces al hombre del anuncio —continúo Daisy con inocencia—. Ya sabes, el anuncio del hombre…
—Muy bien —la interrumpió Tom inmediatamente—. Estoy dispuesto a ir a la ciudad, por supuesto. Venga, nos vamos todos a la ciudad.
Se levantó, y sus ojos relampagueaban entre Gatsby y su mujer. Nadie se movió.
—¡Venga! —estaba empezando a perder la paciencia—. ¿Qué pasa ahora? Si vamos a ir a la ciudad, ¡en marcha!
La mano, que le temblaba por el esfuerzo de controlarse, le acercó a los labios los restos del vaso de cerveza. La voz de Daisy nos obligó a levantarnos y a salir al incandescente camino de grava.