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—Es una voz llena de dinero —dijo Gatsby de repente.

Así era. No lo había entendido hasta entonces. Llena de dinero: ése era el encanto inagotable que subía y bajaba en aquella voz, su tintineo, su canción de címbalos y campanillas… En la cumbre de un palacio blanco la hija del rey, la chica de oro…

Tom salió de la casa con una botella envuelta en una toalla, seguido de Daisy y Jordan, que se habían puesto unos sombreritos de un tejido metálico y llevaban en el brazo unas capas ligeras.

—¿Vamos todos en mi coche? —sugirió Gatsby. Palpó el asiento de piel verde, muy caliente—. Debería haberlo dejado a la sombra.

—¿El cambio de marchas es normal? —preguntó Tom.

—Sí.

—Entonces coja mi cupé y déjeme que conduzca su coche hasta la ciudad.

A Gatsby no le gustó la sugerencia.

—Creo que no tiene suficiente gasolina.

—Hay de sobra —dijo Tom, impetuoso. Miró el indicador—. Y si se acaba, puedo parar en un drugstore. Hoy día puedes comprar cualquier cosa en un drugstore.

Un silencio siguió a esta observación, aparentemente sin segundas intenciones. Daisy miró a Tom frunciendo las cejas, y una expresión indefinible, a la vez irremediablemente extraña y vagamente reconocible, como si yo sólo hubiera oído las palabras que la describían, pasó par la cara de Gatsby.

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