Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн
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—¿Quiere comprarlo?
—Es demasiado —Wilson sonrió débilmente—. No, pero al otro podría sacarle algún dinero.
—¿Y para qué necesita dinero con tanta urgencia?
—Llevo aquí demasiado tiempo. Quiero irme. Mi mujer y yo queremos irnos al Oeste.
—Su mujer quiere irse —exclamó Tom, muy sorprendido.
—Lleva hablando de eso diez años —se apoyó un instante en el surtidor, protegiéndose los ojos del sol—. Y ahora se va a ir quiera o no quiera. Me la pienso llevar.
El cupé nos pasó a toda velocidad con un torbellino de polvo y el centelleo de una mano que saludó.
—¿Cuánto le debo? —preguntó Tom con voz desagradable.
—He notado algo raro estos últimos días —señaló Wilson—. Por eso me quiero ir. Y por eso lo he molestado con lo del coche.
—¿Cuánto le debo?
—Un dólar veinte.
El calor despiadado empezaba a aturdirme y me sentí mal unos segundos hasta que comprendí que Wilson no sospechaba de Tom. Había descubierto que Myrtle llevaba algún tipo de vida al margen del matrimonio, en otro mundo, y el golpe lo había puesto físicamente enfermo. Miré a Wilson y luego a Tom, que había hecho un descubrimiento paralelo una hora antes, y se me ocurrió que no existe diferencia entre los hombres, ni de inteligencia ni de raza, tan profunda como la diferencia entre los enfermos y los sanos. Wilson estaba tan enfermo que parecía culpable, imperdonablemente culpable, como si acabara de dejar embarazada a una pobre chica.