Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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En la habitación, muy amplia, hacía un calor agobiante y, aunque eran ya las cuatro, al abrir las ventanas apenas si entró el soplo caliente de los árboles del parque. Daisy se acercó al espejo y, dándonos la espalda, se arregló el pelo.

—Es una suite muy chic —murmuró Jordan muy seria, y todos nos reímos.

—Abrid otra ventana —ordenó Daisy, sin volverse.

—No hay más.

—Muy bien, entonces pediremos por teléfono un hacha.

—Lo que hay que hacer es olvidar el calor —dijo Tom impaciente—. Lo multiplicáis por diez protestando.

Desenvolvió de la toalla la botella de whisky y la puso en la mesa.

—¿Por qué no deja en paz a Daisy, compañero? Es usted el que quería venir a la ciudad.

Hubo un momento de silencio. La guía de teléfonos se desprendió del clavo y se estrelló contra el suelo, y Jordan murmuró «Perdónenme», pero esta vez no se rio nadie.

—Voy a cogerla —me ofrecí.

—Ya le he cogido —Gatsby examinó el cordel roto, soltó un «Hum» interrogativo y la dejó en una silla.

—Ésa es una de sus grandes expresiones, ¿no? —dijo Tom, cortante.

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