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No hay confusión parecida a la confusión de una mente simple y, mientras nos alejábamos, Tom sentía los latigazos del pánico. Su mujer y su amante, hasta hacía una hora seguras y sin mancha, escapaban precipitadamente de su control. El instinto lo llevaba a pisar el acelerador con el doble propósito de adelantar a Daisy y dejar atrás a Wilson, y corrimos hacia Astoria a ochenta kilómetros por hora hasta que, entre los pilares como patas de araña del tren elevado, vimos el cupé azul que circulaba sin prisa.

—Los cines grandes de la calle Cincuenta están refrigerados —sugirió Jordan—. Me encanta Nueva York en las tardes de verano cuando no hay nadie. Tienen algo muy sensual, como de fruta madura, como si fueran a caernos en las manos todo tipo de frutas exóticas.

La palabra «sensual» tuvo el efecto de inquietar aún más a Tom, pero antes de que pudiera inventar una protesta el cupé se detuvo, y Daisy nos indicó que paráramos a su lado.

—¿Adónde vamos? —gritó.

—¿Nos metemos en un cine?

—Hace demasiado calor —se quejó Daisy—. Meteos vosotros. Nosotros daremos una vuelta y luego os veremos —con un esfuerzo su ingenio levantó ligeramente el vuelo—. Nos encontraremos en cualquier esquina. Yo seré el hombre que esté fumando dos cigarrillos.

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