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—Le venderé el coche —dijo Tom—. Se lo mandaré mañana por la tarde.

Aquel sitio tenía siempre algo inquietante, incluso a la luz clara de la tarde, y volví la cabeza como si me hubieran avisado de que algo acechaba a mi espalda. Sobre los montones de ceniza los ojos gigantescos del doctor T. J. Eckleburg seguían vigilantes, pero, al cabo de un momento, me di cuenta de que otros ojos nos miraban con especial intensidad a menos de seis metros de distancia.

En una de las ventanas de la planta superior del garaje las cortinas se habían movido, entreabriéndose, y Myrtle Wilson miraba hacia el coche. Estaba tan absorta que no era consciente de que la observaban, y una emoción tras otra aparecían en su cara como objetos en una foto que se va revelando despacio. Su expresión era curiosamente familiar: era una expresión que yo había visto muchas veces en caras de mujeres, pero que en la cara de Myrtle parecía gratuita e inexplicable hasta que descubrí que sus ojos, de par en par por el terror de los celos, no se clavaban en Tom, sino en Jordan Baker, a la que había tomado por su mujer.

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