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Aquella noche me quedé hasta muy tarde. Gatsby me pidió que esperara a que lo dejaran libre, y vagabundeé por el jardín hasta que el inevitable grupo de bañistas, helado y exaltado, llegó corriendo de la playa a oscuras, hasta que en la planta de arriba se apagaron las luces de las habitaciones para invitados. Cuando Gatsby bajó por fin las escaleras, tenía la piel bronceada más tensa que nunca, y los ojos brillantes y cansados.

—No le ha gustado nada —dijo inmediatamente.

—Claro que le ha gustado.

—No le ha gustado nada —insistió—. No se lo ha pasado bien.

Calló, y me imaginé su desaliento indecible.

—Me siento muy lejos de ella —dijo—. Es difícil hacérselo entender.

—¿Te refieres al baile?

—¿El baile? —liquidó todos los bailes que había organizado con un chasquido de dedos—. Compañero, el baile no tiene importancia.

Quería, nada menos, que Daisy fuera a Tom y le dijera: «Nunca te he querido». Cuando ella hubiera borrado cuatro años con esa frase, decidirían las medidas más prácticas que debían tomar. Una era que, en cuanto Daisy fuera libre, volverían a Louisville y se casarían, saliendo de la casa de la novia, tal como si fuera cinco años antes.

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