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Alrededor de las dos levantó la niebla y comprobamos que había, extendiéndose en todas direcciones, vastas e irregulares llanuras de hielo que parecían no tener fin. Algunos de mis camaradas dejaron escapar un lamento y yo mismo comencé a preocuparme y a inquietarme, cuando de repente una extraña figura atrajo nuestra atención y consiguió distraernos de la preocupación que sentíamos por nuestra propia situación. Divisamos un carruaje bajo, amarrado sobre un trineo y tirado por perros, que se dirigía hacia el norte, a una distancia de media milla de nosotros; un ser que tenía toda la apariencia de un hombre, pero al parecer con una altura gigantesca, iba sentado en el trineo y guiaba los perros. Vimos el rápido avance del viajero con nuestros catalejos hasta que se perdió entre las lejanas quebradas del hielo.

Aquella aparición provocó en nosotros un indecible asombro. Creíamos que estábamos a cien millas de tierra firme, pero aquel suceso parecía sugerir que en realidad no nos encontrábamos tan lejos como suponíamos. En cualquier caso, atrapados como estábamos por el hielo, era imposible seguirle las huellas a aquella figura que con tanta atención habíamos observado.

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