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Aproximadamente dos horas después de aquel suceso supimos que había mar de fondo y antes de que cayera la noche, el hielo se rompió y liberó nuestro barco. De todos modos, permanecimos al pairo hasta la mañana, porque temíamos estrellarnos en la oscuridad con aquellas gigantescas masas de hielo a la deriva que flotan en el agua después de que se quiebra el hielo. Aproveché ese tiempo para descansar unas horas.
Finalmente, por la mañana, tan pronto como hubo luz, subí a cubierta y me encontré con que toda la tripulación se había arremolinado en un extremo del barco, hablando al parecer con alguien que estaba sobre el hielo. Efectivamente, sobre un gran témpano de hielo había un trineo, como el otro que habíamos visto antes, que se había acercado a nosotros durante la noche. Solo quedaba un perro vivo, pero había un ser humano allí también y los marineros estaban intentando convencerle de que subiera al barco. Este no era, como parecía ser el otro, un habitante salvaje de alguna isla ignota, sino un europeo. Cuando me presenté en cubierta, mi oficial dijo: «Aquí está nuestro capitán, y no permitirá que usted muera en mar abierto.»