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Mi desafortunado huésped me observa con comprensión, intenta darme esperanzas y habla como si la vida fuera algo que amara verdaderamente. Me recuerda cuán a menudo estos incidentes le han ocurrido a otros navegantes que han surcado los mismos mares. A pesar de mí mismo, me anima con los mejores augurios. Incluso los marineros notan el benéfico influjo de su elocuencia —cuando habla, se mitiga su desesperanza—; reanima su valor, y acaban creyendo que estas tremendas montañas de hielo son pequeñas colinas que se desvanecerán ante la decidida voluntad del hombre. Sin embargo, todo esto es pasajero, y cada día de esperanza frustrada no hace sino infundirles miedo; y empiezo a temer que la desesperación desemboque en un motín.

Día 5 de septiembre

Ha ocurrido algo tan extraño que, aunque sea muy probable que estas cartas nunca te lleguen, mi querida Margaret, no puedo evitar consignarlo aquí. Aún estamos rodeados por montañas de hielo, aún estamos en constante peligro de ser aplastados en medio de su fragor. El frío es espantoso, y muchos de mis desafortunados camaradas ya han encontrado la muerte en medio de este escenario de desolación. Frankenstein cada día está más enfermo; un fuego febril aún centellea en sus ojos, pero está exhausto, y si decide realizar algún esfuerzo, inmediatamente cae de nuevo en un completo estupor.

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