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Frankenstein descubrió que yo apuntaba o cogía notas relativas a su historia; me pidió verlas, y él mismo las corrigió y las aumentó en muchos lugares, pero principalmente se ocupó de dar vida y fuerza a las conversaciones que mantuvo con su enemigo. «Puesto que ha tomado usted algunas notas», dijo, «no querría que la historia pasara mutilada a la posteridad».

Así ha transcurrido una semana, mientras he estado escuchando el relato más extraño que imaginación alguna ha pergeñado jamás. Mi huésped ha conseguido que mis emociones y todos los sentimientos de mi alma hayan quedado prendidos de su historia, un interés que él mismo ha ido animando con su relato y la gentileza de su carácter. Quisiera ayudarlo; sin embargo, ¿cómo puedo aconsejar que siga viviendo a alguien tan miserable, tan desprovisto de cualquier esperanza y consuelo? ¡Oh, no…! La única alegría que podrá disfrutar será la que goce cuando prepare sus trastornados sentimientos para el descanso y la muerte. Sin embargo, sí disfruta de una pequeña alegría, fruto de la soledad y el delirio: cree que cuando mantiene conversaciones con sus seres queridos en sueños, y obtiene de esos encuentros algún consuelo para sus desgracias o coraje para su venganza, esas figuras no son creaciones de su imaginación, sino los seres reales que lo visitan desde las regiones del más allá. Semejante fe confiere cierta solemnidad a sus delirios, que me resultan casi tan asombrosos y apasionantes como la verdad.

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