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A medida que avanzaba en mi viaje hacia el norte, las nieves se hicieron más abundantes, y aumentó el frío hasta extremos que apenas era posible resistirlo. Los campesinos se encerraron en sus cabañas y solo un puñado de los más atrevidos se aventuraban a salir para cazar animales a los que solo la inanición había obligado a salir para buscar algo que comer. Los ríos bajaban cubiertos de hielo, y no había modo de pescar nada. El triunfo de mi enemigo se engrandecía con la penuria de mis trabajos. Otra inscripción que dejó decía lo siguiente: «¡Prepárate! ¡Tus sufrimientos solo están comenzando ahora! Cúbrete con pieles y aprovisiónate con comida, porque pronto comenzaremos un viaje en el que tus sufrimientos colmarán mi odio eterno.» Mi valor y mi perseverancia se reforzaron ante esas dificultades; decidí no cejar en mi propósito; e invocando al cielo para que me ayudara, avancé con irremisible pasión y crucé inmensas regiones desiertas, hasta que el océano apareció en la distancia y dibujó la última frontera del horizonte. ¡Oh, qué distinto era de los mares azules del sur! Cubierto con hielos, solo se podía distinguir de la tierra porque estaba más desolado y era más accidentado. Los griegos lloraron cuando vieron el Mediterráneo desde las colinas de Asia, y celebraron con febril alegría el final de sus sufrimientos. Yo no lloré; pero me arrodillé y agradecí a mi ángel de la guarda, de todo corazón, que me hubiera guiado sano y salvo hasta el lugar donde, a pesar de las amenazas de mi enemigo, esperaba encontrarlo y abatirlo. Algunas semanas antes de ese momento me había procurado un trineo y perros, y así pude surcar las nieves a una gran velocidad. Yo no sé si el engendro contaba con el mismo vehículo; pero descubrí que, así como antes había ido perdiendo diariamente ventaja en mi persecución, ahora se la ganaba a él con tanta celeridad que, cuando vi por vez primera el océano, apenas me sacaba una jornada de ventaja, y esperaba poder alcanzarlo pronto. Así pues, con renovado valor continué sin desfallecer y dos días después llegué a una miserable aldea junto a la orilla del mar. Pregunté si habían visto a aquel engendro y conseguí alguna información. Un monstruo gigantesco, dijeron, había llegado allí la noche anterior. Armado con un rifle y muchas pistolas, y poniendo en fuga a los habitantes de una granja solitaria, atemorizándolos con su terrorífica apariencia, les había arrebatado todas las provisiones que tenían para el invierno; y poniéndolas en un trineo, había enganchado al mismo un buen número de perros adiestrados… y la misma noche, para alegría de los conmocionados y aterrorizados aldeanos, había proseguido su viaje por el mar helado, en dirección a ninguna parte; y pensaron que no tardaría en morir en una grieta de hielo o congelado en aquellos glaciares eternos.

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