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—Por la tierra sagrada en la que estoy arrodillado, por estas sombras que me rodean, por el profundo y eterno dolor que sufro, ¡lo juro! ¡Y por vos, oh, Noche, y por los espíritus que te pueblan, juro perseguir a ese diabólico ser que causó este sufrimiento, hasta que él o yo perezcamos en combate mortal! Solo con ese propósito conservaré mi vida. Para ejecutar la ansiada venganza, volveré a ver el sol y pisaré la hierba verde de la tierra, que de otro modo apartaría de mi vista para siempre. ¡Y os invoco, espíritus de los muertos, y a vosotros, heraldos etéreos de la venganza, que me ayudéis y me guieis en esta tarea! ¡Que ese maldito monstruo infernal beba hasta las heces el cáliz de la agonía! ¡Que sienta la desesperación que ahora me atormenta a mí!

Yo había comenzado mi juramento con una solemnidad y un temor reverencial que casi me aseguraban que las sombras de mis seres queridos estaban escuchando y aprobaban mi promesa. Pero las furias se apoderaron de mí cuando terminé, y la rabia ahogó mis palabras. En la quietud de la noche, una carcajada ruidosa y diabólica fue la única respuesta que obtuve. Resonó en mis oídos larga y sombríamente; las montañas repitieron su eco, y sentí como si el mismísimo infierno me rodeara, burlándose y riéndose de mí. Seguramente en aquel momento me habría dejado llevar por la locura y habría acabado con mi miserable existencia, pero ya había lanzado mi juramento y mi vida se había consagrado definitivamente a la venganza. La carcajada se fue desvaneciendo y entonces una voz repugnante y bien conocida se dirigió a mí en un audible susurro:

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