Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн
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Cuando me era posible, seguía los cursos de los ríos; pero el monstruo principalmente los evitaba, porque es en esos lugares donde generalmente se asientan las poblaciones del campo. En otras regiones apenas se veían seres humanos, y en esas zonas generalmente subsistía con los animales salvajes que se cruzaban en mi camino. Tenía algún dinero y me granjeaba la amistad de los aldeanos repartiéndoselo u ofreciéndoles la carne de algún animal que hubiera cazado, la cual, después de coger para mí una pequeña porción, se la regalaba a aquellos que me proporcionaban fuego y utensilios para cocinar. Así transcurría mi vida, de un modo que realmente me resultaba odioso, y solo durante el sueño me sentía un poco mejor. ¡Oh, bendito sueño! A menudo, cuando más miserable me sentía, me sumía en el descanso y mis sueños me calmaban casi hasta el éxtasis. El ángel que me guardaba seguramente me proporcionaba aquellos momentos o, más bien, aquellas horas de felicidad en las que podía reunir fuerzas para continuar mi peregrinación. Privado de estos instantes de alivio, habría sucumbido a mis sufrimientos. Así, durante el día me sostenían y animaban las esperanzas de la noche: porque durante el sueño veía a mis seres queridos, a mi esposa, y mi amado país; volvía a ver el rostro de mi bondadoso padre, oía la argentina voz de mi Elizabeth y podía ver a Clerval, rebosante de vida y juventud. A menudo, cuando me encontraba exhausto tras una agotadora marcha, me convencía de que estaba soñando, y de que la noche llegaría y entonces disfrutaría realmente en brazos de mis seres queridos. ¡Qué anhelo tan angustioso sentía por ellos! ¡Cómo intentaba abrazar aquellas amadas figuras cuando se me aparecían a veces, incluso en las visiones que tenía durante la vigilia, y llegaba a convencerme de que aún estaban vivos! En aquellos momentos, la venganza que ardía en mi interior se apagaba en mi corazón, y seguía mi camino en pos de la destrucción del engendro demoníaco más como una tarea que agradaba a los cielos, como si fuera un impulso mecánico de algún poder del cual yo no tenía conciencia, que por un verdadero y ardiente deseo de mi alma.