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—Me alegro… pobre desgraciado: has decidido vivir, y yo me alegro.

Corrí hacia el lugar de donde procedía la voz, pero el demonio pudo escapar. De repente, el enorme disco lunar se iluminó y brilló sobre su fantasmal y deforme figura, mientras huía a una velocidad sobrehumana.

Lo perseguí; y durante muchos meses esta persecución ha sido mi único objetivo. Guiado por una pista muy leve, lo seguí por los meandros del Ródano, pero todo fue en vano. Llegué al Mediterráneo, y por una extraña casualidad vi cómo el engendro subía una noche a un barco que iba a zarpar hacia el mar Negro y se ocultaba allí. Fui tras él —yo sabía cuál era el barco en el que se había escondido—, pero se me escapó, no sé cómo. En las tierras inexploradas de Tartaria y Rusia, aunque todavía conseguía esquivarme, ya seguía de cerca sus pasos. Algunas veces, los campesinos, aterrorizados por su espantosa figura, me informaban de cuál era su camino; en otras ocasiones y a menudo, él mismo, que temía que si yo le perdía el rastro, podría desesperar y morir, me dejaba algunas señales para guiarme. La nieve cayó sobre mí, y vi la huella de su tremendo pie en las blancas llanuras. Pero usted, que apenas está comenzando su vida, y las preocupaciones son nuevas para usted y la angustia, desconocida, ¿cómo puede comprender lo que he sentido y lo que aún siento? El frío, las necesidades y el cansancio fueron los males menores que tuve que soportar. Me maldijo algún demonio y tengo que sufrir en mi pecho un infierno eterno. Sin embargo, aún un espíritu bueno me seguía y guiaba mis pasos, y cuando más lamentaba mi suerte, repentinamente me salvaba de lo que me parecían dificultades insalvables. En ocasiones, cuando mi cuerpo, abrumado por el hambre, se desplomaba en el agotamiento, encontraba una comida reparadora en el desierto, que me devolvía las fuerzas y me animaba. La comida era tosca, como la que suelen comer los campesinos de aquellas regiones; pero yo no dudaba que aquello lo habían dispuesto los espíritus que yo había invocado para que me ayudaran. A menudo, cuando todo estaba seco, y no había nubes en el cielo, y me abrasaba la sed, unas nubecillas aparecían el firmamento y dejaban caer algunas gotas de lluvia que me reanimaban, y luego se desvanecían.

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