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Desde luego, mi odio no pudo reducirse durante mucho tiempo a un deseo inútil; comencé a pensar en cuáles podrían ser los mejores medios para cazarlo; y con ese propósito, aproximadamente un mes después de que me soltaran, acudí a un juez de lo criminal de la ciudad y le dije que tenía una acusación que hacer, que yo conocía al asesino de mi familia y que le pedía que ejerciera toda su autoridad para aprehender al asesino.

El magistrado me escuchó con atención y amabilidad.

—Puede estar seguro, señor —dijo—: por mi parte no se ha reparado en esfuerzos, ni se reparará en medios, para descubrir a ese malvado.

—Gracias —contesté—; escuche, pues, la declaración que tengo que hacer. En realidad es un relato tan extraño que me temo que usted no me creería si no fuera porque hay algo en la verdad que, aunque resulte asombrosa, siempre convence de su realidad. La historia está demasiado bien trenzada como para confundirla con un sueño, y yo no tengo ningún motivo para mentir.

Mis gestos, mientras decía aquello, eran vehementes pero tranquilos; había tomado la decisión íntima de perseguir a mi enemigo hasta la muerte; y aquel propósito aplacaba mi angustia y, al menos provisionalmente, me reconciliaba con la vida. En aquel momento relaté mi historia brevemente, pero con firmeza y precisión, señalando fechas con seguridad y sin dejarme arrastrar por invectivas o exclamaciones. Al principio el magistrado parecía absolutamente incrédulo, pero a medida que avanzaba mi relato, se mostró más atento e interesado. Algunas veces le vi estremecerse de horror; y otras, una absoluta sorpresa sin mezcla de incredulidad se pintaba en su rostro. Cuando hube concluido mi narración, dije:

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