Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн
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Elizabeth me dejó solo, y durante algún tiempo estuve yendo de un lado a otro por los pasillos de la casa, inspeccionando cada esquina que pudiera servir de escondrijo a mi enemigo. Pero no vi ni rastro de él, y comencé a considerar la posibilidad de que algún afortunado acontecimiento hubiera tenido lugar y hubiera impedido la ejecución de su amenaza, cuando de repente oí un grito y un espantoso alarido. Procedía de la habitación a la que Elizabeth se había retirado. Cuando oí aquel grito, lo comprendí todo… Mis brazos cayeron rendidos y el movimiento de cada músculo y cada fibra de mi cuerpo se detuvo; podía sentir la sangre reptando por mis venas y hormigueando en mis pies. Aquel estado no duró más que un instante, el grito se repitió y corrí precipitadamente hacia la habitación. ¡Dios mío! ¿Por qué no me mataste entonces? ¿Por qué estoy aquí para describir la destrucción de mi esperanza más anhelada y la muerte de la criatura más buena del mundo? Allí estaba, sin vida e inerte, tendida de lado a lado en la cama, con la cabeza colgando, con su rostro pálido y deformado, medio cubierto por su cabello. No importa dónde mire… siempre veo la misma imagen: sus brazos exánimes y su cuerpo muerto arrojado por el asesino sobre el ataúd nupcial. ¿Cómo pude ver aquello y seguir viviendo? ¡Dios mío! La vida es obstinada… se aferra con más fuerza allí donde más se odia. Entonces, solo sé que perdí el conocimiento… y me desmayé.