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Elizabeth parecía contenta ante el cambio que vio en mí, y cómo había pasado de una risa forzada a una serena alegría. Pero el día en que se iban a cumplir mis deseos y mi destino, ella estaba melancólica; un mal presentimiento la embargaba, y quizá también pensaba en el terrible secreto que yo había prometido revelarle al día siguiente. Mi padre en cambio estaba rebosante de felicidad y, con el ajetreo de los preparativos, solo vio en la melancolía de su sobrina la pudorosa timidez de una novia.

Después de celebrar la ceremonia, tuvo lugar una gran fiesta en casa de mi padre; pero se acordó que Elizabeth y yo deberíamos pasar aquella tarde y aquella noche en Evian, y que a la mañana siguiente regresaríamos. Hacía un buen día; y, como el viento era favorable, decidimos ir en barco.

Aquellos fueron los últimos momentos de mi vida durante los cuales disfruté del sentimiento de felicidad. Navegábamos muy deprisa; el sol calentaba, pero nosotros íbamos protegidos por una especie de dosel, mientras disfrutábamos de la belleza del paisaje: unas veces nos girábamos hacia a un extremo del lago, donde veíamos el Monte Salêve, las encantadoras orillas de Montalegre y, en la distancia, elevándose sobre todo lo demás, el magnífico Mont Blanc y todo el grupo de montañas nevadas que intentaban alcanzarlo. En otras ocasiones, bordeando la ribera opuesta, veíamos el majestuoso Jura, retando con sus oscuras laderas la ambición de quien deseara abandonar su país natal y mostrándose como una barrera infranqueable al conquistador que pretendiera invadirlo.

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