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De todos modos, la tranquilidad de que gozaba yo en aquel momento no duró mucho. Los recuerdos me volvían loco. Y cuando pensaba en lo que había ocurrido, una verdadera locura se apoderaba de mí. Algunas veces me enfurecía y estallaba con ataques de rabia, y otras me derrumbaba y me sentía abatido. Ni hablaba ni veía, sino que permanecía inmóvil, abrumado por la cantidad de desdichas que se cernían sobre mí. Solo Elizabeth tenía poder para sacarme de esos pozos de abatimiento. Su dulce voz me tranquilizaba cuando estaba furioso, y me infundía sentimientos humanos cuando me sumía en la apatía. Ella lloraba conmigo y por mí. Cuando recobraba la razón, me reconvenía dulcemente e intentaba infundirme resignación. Ah, sí… es necesario que los desdichados se resignen. Pero para los culpables no hay paz: las angustias de los remordimientos envenenan ese placer que se halla en ocasiones, cuando uno se entrega a los excesos de la pena.

Poco después de mi llegada, mi padre habló de mi inmediato matrimonio con mi prima. Yo permanecí en silencio.

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