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¡Dulce y querida Elizabeth! Leí y releí su carta, y algunos sentimientos de ternura se apoderaron de mi corazón y se atrevieron a susurrarme paradisíacos sueños de amor y alegría. Pero ya había mordido la manzana, y el brazo del ángel ya me mostraba que debía olvidarme de cualquier esperanza. Sin embargo, daría mi vida por hacerla feliz; si el monstruo cumplía su amenaza, la muerte era inevitable. Sin embargo, volví a pensar que tal vez mi matrimonio precipitaría mi destino una vez que el demonio hubiera decidido matarme. En efecto, mi muerte podría adelantarse algunos meses; pero si mi perseguidor sospechara que yo posponía mi matrimonio por culpa de sus amenazas, seguramente encontraría otros medios, y quizá más terribles, para ejecutar su venganza. Había jurado que estaría conmigo en mi noche de bodas. Sin embargo, esa amenaza no le obligaba a quedarse quieto hasta que llegara ese momento… porque, como si quisiera demostrarme que no se había saciado de sangre, había asesinado a Clerval inmediatamente después de haber proferido sus amenazas. Así pues, concluí que si mi inmediata boda con mi prima iba a procurar su felicidad o la de mi padre, las amenazas de mi adversario contra mi vida no deberían retrasarla ni una hora.

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