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La conclusión de aquella conversación persuadió a mi padre de que estaba trastornado; así que cambió inmediatamente de conversación para intentar alterar el hilo de mis pensamientos. Deseaba, en la medida de lo posible, borrar de mi memoria las escenas acaecidas en Irlanda y jamás volvió a aludir a ellas ni me permitió hablar de mis desgracias. A medida que fue transcurriendo el tiempo, me fui tranquilizando; el dolor moraba en mi corazón, pero ya no volví a hablar de aquel modo incoherente respecto a mis crímenes; era suficiente para mí tener conciencia de ellos. Con una insoportable represión, dominé la voz imperiosa de la desdicha, que a veces deseaba mostrarse al mundo entero, y mi comportamiento se tornó más tranquilo y más contenido que antes, como lo era antes de mi excursión al mar de hielo. Incluso mi padre, que me vigilaba como el pájaro a su polluelo, estaba engañado y pensaba que la negra melancolía que me había angustiado se estaba alejando para siempre, y que mi país natal y la compañía de mis seres queridos me restablecería por completo y me devolvería la salud y mi antigua alegría.

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