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Habíamos decidido no ir a Londres, sino cruzar el país hacia Portsmouth… y desde allí, embarcar hacia Le Havre. Yo prefería este plan, principalmente, porque temía ver de nuevo aquellos lugares en los que había disfrutado de unos breves días de sosiego con mi querido Clerval. Y pensaba con horror en la posibilidad de ver a aquellas personas que habíamos conocido juntos y que, sin duda, harían preguntas respecto a un suceso cuyo simple recuerdo me hacía sentir de nuevo todo lo que había sufrido cuando vi su cuerpo inerme.

Por lo que a mi padre se refiere, sus deseos y todos sus esfuerzos se destinaban a verme de nuevo restablecido tanto en la salud como en la paz de espíritu. Aunque su cariño y sus atenciones eran constantes, mi dolor y mi tristeza eran pertinaces, pero él nunca desesperaba. En ocasiones pensaba que yo me sentía profundamente avergonzado por haberme visto obligado a responder de una acusación de asesinato, e intentaba demostrarme la inutilidad del orgullo.

—¡Ay, padre…! —le dije—. ¡Qué poco me conoces…! Los seres humanos, sus sentimientos y sus pasiones, se avergonzarían efectivamente si un desgraciado como yo pudiera sentir orgullo. Justine, la pobre e infeliz Justine, era tan inocente como yo, y fue acusada por lo mismo… murió por ello. Y yo fui el culpable… yo la maté. William, Justine y Henry… los tres murieron por mi culpa.

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