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¡Dios mío! ¿Por qué se empeñaron en conservar una vida tan mísera y detestable? Fue seguramente para que yo pudiera cumplir mi destino, del cual estoy ya tan cerca. Pronto, oh, muy pronto, la muerte acallará estos latidos de mi corazón y me liberará de esta pesada carga de angustia que me hunde en el cieno; y, cuando se haya ejecutado la sentencia de la justicia, yo también podré entregarme al descanso. En aquel entonces la presencia de la muerte aún me resultaba distante, aunque el deseo de morir siempre estaba presente en mis pensamientos; y a menudo permanecía durante horas enteras sin moverme y sin hablar, deseando que alguna descomunal catástrofe pudiera acabar conmigo y, en semejante destrucción, arrastrara también a la causa de mis desdichas.
Las sesiones judiciales de la región se aproximaban. Ya llevaba tres meses en prisión; y, aunque aún estaba débil y corría un permanente peligro de recaída, me obligaron a viajar casi cien millas hasta la capital del condado, donde tenía la sede el tribunal. El señor Kirwin se encargó de reunir con mucho cuidado a todos los testigos y organizar mi defensa. Me evitaron la vergüenza de aparecer públicamente como un criminal, puesto que el caso no se presentó ante el tribunal que decide la pena de muerte. El gran jurado rechazó la acusación pues quedó probado que yo me encontraba en las islas Orcadas a la hora en que se descubrió el cuerpo de mi amigo. Y solo quince días después de mi traslado, me sacaron de prisión. Mi padre se emocionó mucho al verme absuelto de los humillantes cargos de asesinato y al comprobar que nuevamente se me permitía respirar el aire puro y regresar a mi país natal. Yo no compartía aquellos sentimientos, porque para mí los muros de una mazmorra o los de un palacio eran igualmente odiosos. El cáliz de la vida estaba envenenado para siempre; y aunque el sol brillaba sobre mí, y sobre aquellos de corazón alegre y feliz, yo no veía a mi alrededor más que una densa y aterradora oscuridad que ningún resplandor podía penetrar, salvo la luz de dos ojos clavados sobre mí… A veces eran los alegres ojos de Henry, languideciendo en la muerte, con las negras pupilas casi cubiertas por los párpados y las largas pestañas que los ribeteaban. En otras ocasiones eran los ojos turbios y acuosos del monstruo, tal y como lo vi por vez primera en mis aposentos de Ingolstadt.