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Un día, cuando ya me iba restableciendo poco a poco, me sentaron en una silla, con los ojos medio abiertos y con las mejillas lívidas como las de un muerto. Me encontraba abrumado por la tristeza y el dolor, y a menudo pensaba si no debía buscar la muerte en vez de esperar allí, miserablemente encerrado, solo a que me soltaran en un mundo atestado de desgracias. En alguna ocasión consideré si no debería declararme culpable y sufrir el castigo de la ley, el cual, arrebatándome la vida, me proporcionaría el único consuelo que era capaz de admitir. Tales eran mis pensamientos, cuando se abrió la puerta de la celda y entró el señor Kirwin. Su rostro dejaba entrever comprensión y amabilidad: acercó una silla a la mía y se dirigió a mí en francés.

—Me temo que este lugar no le hace mucho bien. ¿Puedo hacer algo para que se encuentre mejor?

—Gracias —contesté—, pero ya nada importa; no hay nada en el mundo que pueda conseguir que me encuentre mejor.

—Ya sé que la comprensión de un extraño no es de mucha ayuda para una persona como usted, abatido por una tragedia tan extraña… Pero espero que pronto abandone este desgraciado lugar… porque, sin duda, se podrán encontrar fácilmente pruebas que permitan liberarlo de los cargos criminales que se le imputan…

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