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El señor Kirwin, al oír aquella declaración, ordenó que me llevaran a la sala donde habían depositado el cuerpo provisionalmente, para que pudiera observarse qué efecto me causaba la visión del mismo. Probablemente el gran nerviosismo que yo había mostrado cuando se había descrito cómo se había cometido el asesinato fue la razón por la que se propuso semejante procedimiento. Así pues, el magistrado y algunas personas más me condujeron a la posada. No pude evitar sorprenderme ante las extrañas coincidencias que habían tenido lugar durante aquella azarosa noche; pero sabiendo que, a la hora en que se había hallado el cuerpo, yo había estado hablando con varias personas en la isla en la que estaba viviendo, me encontraba perfectamente tranquilo respecto a las consecuencias del caso.

Entré en la sala donde yacía el cadáver y me condujeron hasta el ataúd. ¿Cómo describir lo que sentí…? Aún me siento morir de horror, y no puedo siquiera pensar en aquel terrible momento sin sentir escalofríos y una horrible angustia que solo ligeramente me recuerda los espantosos tormentos que sufrí cuando lo reconocí. El juicio, la presencia del magistrado y los testigos pasaron como un sueño por mi mente cuando vi el cuerpo sin vida de Henry Clerval tendido ante mí. Jadeé buscando aire; y, arrojándome sobre el cuerpo, exclamé:

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