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A medida que las imágenes que flotaban ante mí se fueron haciendo más nítidas, me subió la fiebre; la oscuridad se ciñó en torno a mí; no tenía a nadie cerca para consolarme con la voz amable del cariño; ninguna mano querida me confortaba. Vino el médico y me prescribió algunas medicinas, y la vieja me las preparó; pero se dejaba ver perfectamente una absoluta indiferencia en el primero, y una mueca de crueldad parecía firmemente impresa en el gesto de la segunda. ¿Quién podría estar interesado en el destino de un asesino, sino el verdugo que se iba a ganar el sueldo?

Aquellos fueron mis primeros pensamientos, pero pronto supe que el señor Kirwin me había dispensado una gran amabilidad. Había ordenado que prepararan para mí la mejor celda de la prisión (en efecto, era miserable, pero era la mejor), y había sido él quien había procurado el médico y las personas que me atendieron. Es verdad que apenas vino a verme, porque, aunque deseaba ardientemente aliviar los sufrimientos de cualquier ser humano, no deseaba presenciar las agonías y los espantosos delirios de un asesino. Así pues, vino algunas veces para comprobar que no estaba desatendido, pero sus visitas fueron cortas y muy de vez en cuando.

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