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—Mi querido Henry… ¿también a ti te han arrebatado la vida mis criminales maquinaciones? Ya he matado a dos personas; otras víctimas esperan su turno. Pero tú… Clerval, mi amigo, mi buen amigo…

Mi cuerpo no pudo soportar durante más tiempo el agónico sufrimiento que estaba soportando y me sacaron de la sala entre horribles convulsiones.

La fiebre vino después. Durante dos meses estuve al borde de la muerte. Mis delirios, como supe después, eran espantosos. Me acusaba a mí mismo de ser el asesino de William, de Justine y de Clerval. A veces les pedía a mis cuidadores que me ayudaran a destruir al ser diabólico que me atormentaba; y, en otras ocasiones, sentía cómo los dedos del monstruo se aferraban a mi garganta y daba alaridos de angustia y terror. Afortunadamente, como yo hablaba en mi lengua natal, solo el señor Kirwin pudo entenderme. Pero mis gestos y mis alaridos de amargura fueron suficientes para aterrorizar a los otros testigos.

¿Por qué no cedí a la muerte entonces? Era más desgraciado que ningún hombre lo fue jamás; entonces, ¿por qué no me hundí en el silencio y en el olvido? La muerte arrebata a muchos niños en la flor de la vida, las únicas esperanzas de sus padres, que los adoran. ¡Cuántas novias y jóvenes amantes han estado un día rebosantes de salud y esperanza y al siguiente eran ya víctimas de los gusanos y de la putrefacción de la tumba! ¿De qué materia estaba hecho yo para que pudiera resistir de aquel modo los golpes que, como el constante girar de una rueda, continuamente renovaban mi tortura?

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