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Aquella respuesta me asombró, pero inmediatamente me recobré. Yo era inocente, y podía probarlo fácilmente. Así pues, seguí a aquel hombre en silencio y me condujo a una de las mejores casas del pueblo. Estaba a punto de sucumbir al cansancio y al hambre; pero, estando rodeado por una multitud, pensé que lo mejor sería hacer acopio de todas mis fuerzas, no fuera que tomaran mi debilidad física como prueba de mi temor o mi culpabilidad. Poco podía imaginar la calamidad que pocos instantes después se iba a abatir sobre mí, ahogando en horror y desesperación todo temor a la ignominia y a la muerte. Debo detenerme aquí, porque preciso toda mi fortaleza para traer a mi memoria las horrorosas imágenes de los acontecimientos que voy a relatar con todo detalle.

CAPÍTULO 14

Inmediatamente me condujeron ante el magistrado, un hombre anciano y benévolo de gestos tranquilos y afables. De todos modos, me observó detenidamente con cierta severidad; y luego, dirigiéndose a las personas que me habían llevado hasta allí, preguntó quiénes habían sido testigos en aquella ocasión. Alrededor de una docena de hombres dieron un paso al frente; y cuando el magistrado señaló a uno, este dijo que había estado toda la noche anterior pescando con su hijo y su cuñado, Daniel Nugent, y que entonces, hacia las nueve de la noche, vieron que se levantaba una fuerte marejada del norte, y que, por tanto, pusieron rumbo a puerto. Era una noche muy oscura, porque no había luna; no atracaron en el puerto, sino, como era su costumbre, en una cala que se encontraba unas dos millas más abajo. Él se adelantó llevando parte de los aparejos de pesca, y sus compañeros le seguían a cierta distancia. Mientras iba caminando por la arena, tropezó con algo y cayó en tierra todo lo largo que era; sus compañeros fueron a ayudarle y a la luz de los faroles descubrieron que se había caído sobre el cuerpo de un hombre que, según todas las apariencias, estaba muerto.

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