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Al rodear el promontorio, descubrí un pequeño pueblecito, y un puerto en el que entré, con el corazón rebosante de alegría ante mi inesperada salvación.
Mientras yo estaba ocupado amarrando el barco y arriando las velas, varias personas se congregaron en el lugar. Parecían muy sorprendidas ante mi aparición, pero, en vez de ofrecerme su ayuda, susurraban y hacían gestos que en cualquier otro momento podrían haberme producido una leve sensación de alarma. Pero en tales circunstancias, simplemente observé que hablaban inglés y, por tanto, me dirigí a ellos:
—Amigos míos —dije—, ¿serían tan amables de decirme cómo se llama este pueblo… y dónde estoy?
—Pronto lo sabrá —contestó un hombre bruscamente—. Puede que haya llegado a un lugar que al final no le guste mucho. Pero no le van a preguntar dónde le apetece alojarse, se lo aseguro.
Yo estaba extraordinariamente sorprendido al recibir una respuesta tan desapacible por parte de un extraño, y también me quedé perplejo al ver los rostros ceñudos y enojados de las personas que lo acompañaban.