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El sol estaba ya muy bajo, y yo aún permanecía sentado en la orilla, saciando mi apetito, que se había tornado voraz, con una galleta de avena, cuando vi que un barco de pescadores tocaba tierra cerca de donde yo me encontraba, y uno de los hombres me trajo un paquete; traía cartas de Ginebra, y otra de Clerval, instándome a reunirme con él. Me decía que ya había transcurrido casi un año desde que salimos de Suiza y aún no habíamos visitado Francia. Así pues, me pedía que abandonara mi isla solitaria y me reuniera con él en Perth al cabo de una semana, y entonces podríamos planear nuestros siguientes pasos. Aquella carta me devolvió de nuevo a la vida y decidí abandonar mi isla al cabo de dos días.

Sin embargo, antes de partir había una tarea que tenía que llevar a cabo, y en la cual me daba escalofríos pensar: debía embalar mi instrumental químico; y con ese propósito debía volver a entrar en la habitación que había sido el escenario de mi odioso trabajo; y debía manipular los utensilios, cuando la sola visión de los mismos me ponía enfermo. Al día siguiente, al amanecer, reuní el valor suficiente y abrí la puerta del taller. Los restos de la criatura a medio terminar, que yo había destruido, yacían dispersos por el suelo, y casi sentí como si hubiera destrozado la carne viva de un ser humano. Me detuve un instante para recobrarme y luego entré en la sala. Con manos temblorosas, fui sacando los aparatos fuera de la habitación; pero pensé que no debía dejar los restos de mi obra allí, porque aquello horrorizaría y haría sospechar a los campesinos, así que lo puse todo en una cesta, junto a una buena cantidad de piedras y, apartándola a un lado, decidí arrojarla al mar aquella misma noche; y, mientras tanto, volví a la playa y estuve limpiando y ordenando mi instrumental químico.

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