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Salí de la habitación y, cerrando la puerta, me juré de todo corazón no volver jamás a emprender aquellos trabajos; y luego, con pasos temblorosos, busqué mi alcoba. Estaba solo. No había nadie cerca de mí para disipar la tristeza y consolarme ante aquellas terribles pesadillas. Transcurrieron varias horas, y permanecí junto a la ventana observando el mar. Casi estaba inmóvil, porque los vientos guardaban silencio, y toda la naturaleza descansaba bajo la mirada de la luna callada. Solo algunos barcos de pesca moteaban el agua, y aquí y allá una dulce brisa traía los ecos de las voces cuando los pescadores se llamaban unos a otros. Sentía el silencio, aunque apenas era consciente de su asombrosa profundidad, hasta que de repente llegó a mis oídos el chapoteo de unos remos cerca de la orilla, y una persona saltó a tierra cerca de mi casa. Pocos minutos después oí el chirrido de mi puerta, como si alguien estuviera intentando abrirla muy despacio. Estaba temblando de la cabeza a los pies. Tuve el presentimiento de quién podía ser y pensé en avisar a alguno de los campesinos que vivían en una casa no muy lejos de la mía. Pero me encontraba aturdido por esa sensación de impotencia que tan a menudo se vive en las pesadillas, cuando uno trata en vano de huir de un peligro inminente y le resulta imposible moverse. Entonces oí el sonido de unas pisadas en el pasillo, la puerta se abrió y el engendro al que tanto temía apareció. Cerrando la puerta, se aproximó a mí y dijo con una voz ahogada:

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