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La noche pasó, y el sol asomó tras el océano. Mis sentimientos se calmaron, si puede llamarse calma a ese estado en que la furia violenta se hunde en las profundidades de la desesperación. Abandoné la casa, el espantoso escenario de la lucha de la noche anterior, y caminé por la playa junto al mar, y lo miré casi como la insuperable barrera que me separaba de mis semejantes. Más aún, cruzó mi mente el deseo de que semejante hecho se hiciera realidad; deseé poder pasar la vida en aquella roca yerma; desalentador, es cierto, pero al menos viviría ajeno a cualquier golpe fortuito de la desdicha. Si regresaba, era para ser sacrificado… o para ver morir a aquellos que más quería bajo la garra de un demonio que yo mismo había creado. Vagué por la isla como un alma en pena, lejos de todo lo que amaba y amargado por tal separación. A mediodía, cuando el sol ya estaba muy alto, me tumbé en la hierba y me venció un profundo sueño. Había estado despierto toda la noche anterior: tenía los nervios destrozados y los ojos inflamados por la vigilia y el dolor. El sueño en que me sumí me hizo bien; y cuando me desperté, sentí como si de nuevo perteneciera a la especie de los seres humanos, y comencé a reflexionar con más serenidad sobre lo que había ocurrido. Sin embargo, las palabras de aquel ser diabólico continuaban resonando en mis oídos, como una campana que tocara a muerto; aquellas palabras aparecían como un sueño, aunque claras y apremiantes como la realidad.

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